Descifrar las escrituras antiguas
ha sido uno de los objetivos de los historiadores y estudiosos de las
culturas que las crearon: sabiendo leer los textos milenarios se
aprendería más y mejor sobre todo lo concerniente a religión,
costumbres, historia y vida cotidiana. Pero algunas de esas escrituras
no se dejan desentrañar tan fácilmente. Dado que no es habitual disponer
de una Piedra Rosetta
que facilite las cosas, como sí tuvo Champollion para traducir los jeroglíficos egipcios, hay lenguajes que permanecen
inescrutables
en parte o en su totalidad, como el lineal A monoico, el etrusco
italiano o el rongorongo de la Isla de Pascua. Uno de los que con mayor
celo guardan su secreto es el protoíndico o harapano, la escritura que usaba la cultura del valle del Indo.
Esa civilización se desarrolló entre el 3300 a. C. y el 1300 a. C., es decir, simultáneamente a la Edad del Bronce europea, en una vasta región que tiene al río Indo
como eje vertebrador y que se halla entre lo que hoy son Afganistán,
Pakistán y la parte noroccidental de la India. La componían un millar de
asentamientos, con un centenar de pueblos algo más grandes pero también
cinco ciudades importantes, siendo las dos más destacadas Mohenjo-Daro y Harappa.
Fue la cultura más extensa de la época, con un sistema de vida agrario
basado en los ciclos fluviales del Indo, tal cual pasaba en Mesopotamia
con el Tigris y el Éufrates o en Egipto con el Nilo. Se trataba de
pueblos avanzados: tenían un desarrollo urbano
planificado, sistemas de drenaje, viviendas con aseos, una exquisita
orfebrería y otras muchas peculiaridades, estando considerados el origen
del hinduismo.
Una de sus características más singulares es la absoluta ausencia de
evidencias arqueológicas sobre guerras o ejércitos. Quizá por eso – o
no-, hacia el año 1900 a.C. la cultura del valle del Indo empezó a
declinar y terminó
desapareciendo sin que se sepan el cómo ni el porqué. Es más, durante cuatro mil años cayó en el olvido hasta que en 1920 arqueólogos británicos e indios descubrieron sus ruinas y empezaron a excavarlas.
Entre las muchas piezas rescatadas, había piedras selladas, tabletas de terracota e incluso objetos de metal con extrañas inscripciones cuya traducción no tardó en convertirse en una obsesión. Esa escritura
se compone de signos pictográficos más motivos humanos y animales,
incluyendo, por cierto, un desconcertante unicornio (foto e cabecera).
Pero los múltiples intentos de los lingüistas resultaron baldíos,
pese a que otras escrituras han ido cayendo con el tiempo, caso de la
brahmi india (en 1830), la cuneiforme (segunda mitad del siglo XIX), la
lineal B micénica (años cincuenta) o los glifos mayas (finales del XX).
Las sucesivas propuestas de traducción basadas en la
comparación con jeroglíficos egipcios, con el dravidiano o con el
sumerio no fueron concluyentes. Tampoco hay acuerdo con la idea de
recurrir al sánscrito, lengua ancestral de los idiomas del norte de la
india, por la acusación de que en realidad se basa en un planteamiento
nacionalista indio. La ausencia de una referencia, una
Piedra Rosetta o un texto comparativo como el español que sirvió para
desentrañar el maya yucateco, supone un gran problema, como también el
desconocimiento de los nombres de los gobernantes de aquella
civilización.

Por eso ahora arqueólogos, lingüistas y expertos en técnicas informáticas tienden a unir sus esfuerzos.
Gracias a ello y a trabajos como el del indólogo Asko Parpola o el
arqueólogo Shikaripura Ranganatha Rao, se ha podido descubrir que se
escribía de derecha a izquierda y que era una escritura logo-silábica
(parecida a la cuneiforma sumeria o a la glífica maya) que usaba signos
logográficos para representar palabras y conceptos, en combinación con
un subconjunto de sílabas. La lengua base no sería sánscrito sino un protodravidiano.
Sin embargo, la brevedad de los textos sobre los que
se trabaja (entre cinco y veintiséis caracteres cada uno) impide
aclarar si dichas inscripciones representaban un idioma hablado o sólo escrito
(de tipo administrativo como el cuneiforme, que sólo registra cálculos
de productos y nombres de los funcionarios encargados). Esto último
parece lo más probable por el orden secuencial de los
signos, aunque no faltan autores que sí creen en una lengua hablada,
como el equipo de la Universidad de Harvard (el historiador Steve
Farmer, el lingüista informático Richard Sproat y el experto en
sánscrito Michael Witzel) que en 2004 lanzó esa polémica teoría.

La colaboración entre especialidades de estudio parece ser la vía
escogida últimamente, con esa aportación decisiva que puede constituir
el ordenador. Otro equipo, éste de la Universidad de Washington
(Seattle), liderado por Rajesh Rao, ratifica las
similitudes entre la escritura del Indo y la cuneiforme sumeria pero con
una novedad: sí que se trataría de la representación de una lengua. Rao
es un experto en investigación digital y utilizó una curiosa técnica
para llegar a esa conclusión: un análisis basado en la combinación de
sistemas secuenciales muy diferentes, desde el lenguaje de programación
hasta el ADN.
Dado que apenas se ha excavado un diez por ciento de
lo que fue aquella civilización, parece razonable pensar que aún
aparecerán más textos y quién sabe si alguno de ellos puede tener la
clave definitiva.
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